viernes, 25 de septiembre de 2015

On Fire

Y he aquí la escena grotesca en la que me encuentro, soy un adolecente paliducho, bastante borracho, sin camisa y con el pantalón abierto, con los dedos y la boca rebosantes del olor del sexo femenino y los nudillos manchados con la sangre de otro sujeto sobre el cual me hallo de rodillas. El otro tipo, bastante golpeado y aturdido, intenta gritar que me detenga, le faltan varios dientes, los que se hallan regados por todo el piso de cerámicos, la sangre no le permite hablar con claridad, el público llena los pasillos y murallas, nadie dice nada, nadie graba con el celular, están en shock, alguien vomita, no sé si de asco o borrachera, segundos de silencio, y es entonces cuando me doy cuenta de cómo he llegado aquí.

Todo comienza con Ana, mi pseudopolola, con ella todo había colapsado hace tiempo, vivía conmigo hacía cerca de dos años, éramos la pareja perfecta, pero hasta la pareja perfecta se aburre de la monotonía y la monogamia, hasta un capítulo repetido de los Simpson en canal trece me entregaba más adrenalina que salir con ella, ambos ya preferíamos pasar el día separados, haciendo nuestras cosas y nuestras vidas, y nadie se metía en los problemas de nadie. De vez en cuando salíamos de noche por separado y luego, al vernos, reconocíamos nuestras sínicas sonrisas de placer, ambos jugábamos sucio, lo sabíamos en secreto, buscábamos emoción en personas ajenas, por mi parte me encontraba saliendo esporádicamente con tres chicas más, todas se habían ofrecido voluntariamente a entregarme el cariño y la satisfacción que Ana hacía tiempo se negaba a darme.

Hoy, como de costumbre, Ana y yo saldríamos cada uno por su lado, ella a alguna fiesta en casa de algún conocido, yo había quedado de salir con Camila, una de las tres chicas, la que más me amaba, ella ofrecía prácticamente su vida para complacerme, aún sabiendo que mi corazón se retorcía por Ana.

 A las nueve y cuarto me encontré con Camila, nos miramos, nos besamos sin importar si alguien nos veía, en realidad ya nada importaba, tomamos cerveza, nos reímos, recorrí sus muslos con mi mano, disfrute la textura de sus medias, las que había comprado exclusivamente para deleitarme, sin vergüenza, todo tenía un sabor más dulce esta noche. Salimos del bar donde nos escondíamos y tomamos rumbo a la casa de Pablo, un amigo de aquellos, fuimos a la botillería por cigarros y vodka, un agarrón disimulado, una sonrisa coqueta y todo seguía normal. Caminamos varios minutos hasta la casa de Pablo, había gente afuera, más amigos, más adolescentes perdidos, borrachos y drogados, hambrientos de sexo delirante o de llanto descontrolado según fuese el caso. Saludamos, cruzamos la puerta, y ahí, en medio del sofá, estaba Ana, sentada, riendo y besándose con otro chico, el que descaradamente tomaba su cuello, ese lugar que tantas veces había sido mi objetivo predilecto. Su mirada metálica se cruzó con la mía, los nervios en la guata reventaron, la mano del chico soltó la de Ana, el público no pudo disimular los sonidos y vocales de asombro e incomodidad.

Dejé a Camila paralizada junto a la puerta, caminé hasta donde estaba Ana, la besé en la mejilla, le dije: tranquila, sigamos en lo que estábamos, ya habrá tiempo para hablar. Le sonreí, me volví hacia Camila, la bese en la boca, le dije que todo estaría bien y salimos a fumar. Todo acontecía con total normalidad, la gente se preguntaba si con Ana habíamos terminado sin tener el valor de preguntar, todos hicieron vista gorda de lo sucedido, a ratos nos cruzábamos para buscar hielo o para salir a fumar, pero solo éramos dos personajes más en la fauna nocturna de la casa de Pablo.
Cinco vodkas encima, camino al baño y me encuentro a Ana masturbando al chico por sobre el pantalón, la miro a los ojos, escupo al suelo y me doy la vuelta; voy a buscar a Camila, “ven, sígueme”, una mirada sugerente y ella cae en la trampa, la tomo de la mano y la llevo escaleras arriba, la arrojo contra la muralla, la beso, busco con mis dedos bajo su falda, rompo las medias con mis uñas y hundo mis dedos en la cálida humedad de su entrepierna, volteo hacia la puerta de una habitación oscura y antes de poder arrastrar a mi presa escucho una voz: “Ignacio, ¿a dónde vas? hablemos”, Ana se acerca e ignorando la presencia de Camila me toma de la camisa y me arrastra adentro.

No dijo nada, cerró la puerta con pestillo y me reventó los botones de la camisa de un solo tirón, me lamió el pecho, se agachó, con precisión desarmó mi correa y pantalón, comenzó a chupármela como si no hubiera mañana. Lo que podría haber sido uno más de los tantos encuentros sexuales de la noche ocurridos en la casa, se transformó en el acto principal, nuestra naturaleza depredadora no nos permitió pasar inadvertidos, bastaron sólo algunos minutos para que nuestros ruidos exagerados alertaran a toda la casa.

Sin vergüenza alguna nos dimos el lujo de follar casi hora y media, a grito pelado, sin asco, mientras desde afuera nos gritaban y silbaban, nos hacían barra, la hermana de Pablo nos pedía que no mancháramos las sábanas, demasiado tarde, nuestros cuerpos sudados se revolcaban agotados sobre el caos de la cama, que ahora se desarmaba por todas partes. Respiramos un poco y mientras me ponía los pantalones alguien comenzó a patear la puerta, todo acompañado del mismo grito que se repetía “¡maraca culiá abre la puerta!”, la chapa cedió, la puerta se abrió con un latigazo violento, una sombra ingresó iracunda y antes de poder siquiera reaccionar, vi entrar la imagen difusa del amiguito de Ana, quien la botó a piso de un solo puñetazo en la cara.

En un lenguaje alcohólico balbuceaba “hueona maraca, me dejaste en vergüenza delante de toda la gente”, algo más iba a decir creo, cuando lo interrumpí de una sola patada en el hocico, a pata pelá. “Mejor ándate hueon, deja de dar pena”, dije, le ayudé a pararse, lo bajé por la escalera y lo acompañé a la puerta. Por un segundo, de verdad, en mi inocencia creí que había sido suficiente para él, que se iría derrotado, pero estas cosas no pasan en la vida real, el hombre caminó hacia la reja, se agachó y agarró una botella de vino, bebió el concho, dio la vuelta y comenzó a devolverse hacia la puerta. Quizás, en otro lugar, en otro momento, con otro contrincante, habría tenido alguna oportunidad, pero como ya dije, la vida real no es así, yo era un verdadero adicto a la ultra violencia, cuando pendejo me gustaba juntarme con mis amigos a sacarnos la cresta en los recreos, sólo por el gusto de pelear, de sentir la adrenalina en los labios, del dolor de la lucha de llevar nuestros cuerpos al límite, he peleado a combo limpio casi toda mi vida, por años, incluyendo la semana pasada; el tipo caminaba hacia mí con una sonrisa distorsionada, y yo lo esperaba igual de sonriente.

El tiempo se detuvo como tantas otras veces, vi su brazo levantarse, vi la mueca de ira en su rostro, vi cómo las luces de la calle atravesaban el vidrio verde de la botella alzándose en su mano, quise darle en el gusto, como si fuera un juego, me corrí sólo lo justo y necesario, el borde de su arma golpeó mi frente y siguió su curso. Cuando su muñeca estaba frente a mi pecho liberé la tensión, tomé su mano con toda mi fuerza y la giré en contra, hasta que su carne dejó el hueso albino asomarse ensangrentado, al mismo tiempo que mi codo hacia volar sus fracturados dientes por todas partes, la excitación me invadió, cuando el cuerpo lánguido aterrizó me monté sobre él, y lo golpeé en la cara mojada tantas veces como me fue posible, el aplauso de mi puño desnudo en su piel era casi orgásmico, algo me quemaba en el estómago.

“¡Ignacio para! me dijiste que no iba a quedar la cagá”, la voz de Camila reverberaba en el silencio de la habitación llena de espectadores atónitos, todos al borde del desmayo, su voz no mostraba enojo, sólo quería mi bienestar, había un amor casi maternal en aquella súplica, “vámonos por favor, en serio”, vi un par de lágrimas correr por su cara, entonces desperté, me di cuenta que una vez más había hecho una promesa que no podía cumplir, miré al imbécil bajo mis piernas, pensé en mearlo, pero ya había sido suficiente espectáculo por hoy, le escupí en la cara y me levanté, fui a buscar mis zapatillas, Ana no estaba, tampoco me importaba saber su ubicación, me abrigué con una chaqueta ajena, tome una botella de vodka y me llevé a Camila de la mano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario